lunes, 7 de julio de 2014

Y me desprendo a golpes de mis pies, de mis brazos, de mi casa, de todo.


El odio se amortigua

detrás de la ventana.

Será la garra suave.

Dejadme la esperanza







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Nuevo vicio: escuchar música y jugar 2048. Ideal para desconectar la cabeza un ratito (con sustancias puramente legales).

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Hoy iniciaron las vacaciones del modo en el que me gustaría que empezara el resto de la vida: llena de vida, espesa, espesa, con un muchacho en traje apagando la luz y diciéndome que 'descansa otro ratito, te dejo la llave en el desayunador'.


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Luego siguió la tarde del modo en que me gustaría que siguieran muchas tardes: con pláticas agradables, con recuerdos de hace (ya, tan pronto), diez años desde aquella vez que bla, bla, bla.

Y luego con un poco de nostalgia por cosas que nunca jamás sucedieron: me hubiera gustado tanto ir con ella al teatro, a más cafés, que conociera a 'Las peores de todas', porque seguramente le hubieran caído super chidas y etc. Pero, como se dice por ahí, 'el presente es lo único que tenemos' (jajaja) y ahora no me queda más que desearle buen viaje (¡buen viaje!).


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Luego la terapia. Jodida terapia tan complicada. Es la primera vez que salgo de ahí con ganas de tomar algo y seguir llorando un ratito. Y es que, la verdad, odio (odio, odio) llorar en terapia. Me parece tan patético, tan de clase de orientación vocacional de una preparatoria chafísima.

Es curioso cómo las cosas que disparan los sentimientos esos tan cabrones y tan poco trabajados son las más insignificantes del mundo. Hoy en la plática rompehielo hablamos de una fiesta elegante a la que fui hace dos semanas. Luego pensé (y dije) que: 'es la primera vez en mis 29 años en que me siento adecuada en un evento de ese tipo'. Y es cierto, es la primera vez que tuve dinero suficiente para comprarme un vestido bonito, unos zapatos bonitos, ir a arreglarme el cabello, las uñas de las manos y los pies, etc., etc.

Y luego: paf. El recuerdo de mí a mis quince años en los XV años de Isla, quien entonces era mi mejor amiga. Nunca teníamos dinero para esas cosas, nunca teníamos dinero para casi nada. Me puse un vestido negro que me prestó una tía, y era un vestido horrible. Horrible, anticuadísimo. Tenía una especie de capa que se desprendía de una especie de collar. Una cosa vampiresca ochentera que me sentaba super mal y que era mi única opción. Así que me la puse. Así que me pasé toda la noche sentada sin moverme para que no se notara mucho que mi vestido, pues, era horrible.

Qué tontas las cosas que nos hacen llorar, qué insignificantes esas piedritas de las que apenas ahora me siento ligeramente capaz de reírme. Pero entonces, claro, era la gran desgracia.

¿Qué más podría decir? Este sentimiento de inadecuación que con muchísima frecuencia me acompaña no se debe nada más a que soy una ñoña medio boba socialmente. Tiene su raíz (oh Marx, cuánto te amamos) en condiciones materiales muy concretas que fueron la base de gran parte de mi subjetividad.

I mean: yo, a mis XV años, en esa edad en la que se supone que una empieza a descubrir que tiene cuerpo y que éste tiene ciertos efectos sobre otra gente, y en la que se supone que eso se puede disfrutar pues... mi historia fue diferente. Fue la de una morrita que se sentía inadecuada en las fiestas, y en general en cualquier lugar en el que no tuviera que llevar el uniforme de la secundaria.

Como ese tonto congreso al que una vez me invitaron. Se llamaba 'Jóvenes Unidos' y lo organizaba el Tec de Monterrey. Un congresito pedorro lleno de invitados encargados de 'motivar con valores a la juventud'. Para colmo, cobraban la entrada en un precio que entonces me parecía exorbitante. Pero ps era para jóvenes del Tec de Monterrey (o 'el tequito', según se conoce en el argot saltillense) que se sentían felices de pagar lana para que alguien les hiciera creer que éste podía ser un mundo mejor si ellos se decidían a ser emprendedores enough como para 'hacer la diferencia'.

 Whatever, como los organizadores eran algo así como los padres de la responsabilidad social, mandaban boletos gratis a las escuelas públicas como la mía. Y al encargado de repartirlos le pareció una gran idea que fueran quienes tenían mejor promedio. Mi papá me llevó y mi mamá me obligó a ponerme una blusa azul que era demasiado larga - demasiado brillosa - demasiado señoril. Demasiado contrastante con el estilo desenfadado de las chicas Tec: con los jeans Gabrielle y las camisetas lisas que, eso sí, decían en letras grandes marcas como 'Bebe' o 'Xoxo' o 'Gap'. Y yo ahí, con mi blusa brillosa y una falda negra. Tan inadecuada, tan fuera de lugar, tan queriendo fingir que en realidad no me importaba que mi mamá me hubiera jurado que se me veía bien y que me veía 'elegante'.

Y luego así, pensando, cuándo fue la primera vez en la que me sentí así y descubrir (con doloroso asombro) que fue mucho antes de la adolescencia. En la primaria, en una comida en Carl's Jr., en la fiesta de Karla, en la kermesse de tal fecha, etc., etc., etc.

Es tan soso, pero de lo primero que me acordé fue de Martha Nussbaum. Jajaja, ya mátenme mejor. Anyway, su concepto de pobreza es lo máximo. No - pobreza es 'que cualquier persona tenga lo necesario para aparecer en público sin sentirse avergonzada'. Ay, Marthita, ps habría que cambiar la sociedad completita para que ciertas cosas fueran más valiosas que otras.  De otra forma ni modo de darle a todo mundo una blusa de marca y unos zapatos que combinen. Which means: ojalá a mis quince años me hubiera sentido adecuada sabiendo que estaba en ese tonto congreso gracias a mis incipientes méritos de tener un buen promedio. Pero no, no hubo orgullo, autonomía ni agencia capaz de hacerme sentir mejor (incluso hoy sigo poniendo cara de asquito cuando describo esa tonta blusa azul brillosa).

Y yo lo he dicho en todo este post (y en toda la terapia) de manera muy propia y muy correcta, explicando que me sentía 'inadecuada'. Pero ahora que lo pienso, esa inadecuación iba de la mano con la vergüenza.  Es decir, no sólo con 'ser' inadecuada, sino con darte cuenta de que, en efecto, estabas siendo inadecuada.

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Y por eso ahora no puedo, de verdad no puedo, dejar de llorar cuando me acuerdo de que el sábado fui a comer a un tianguis y se me partió el corazón cuando un señor se puso a cantar y su hijito (de unos siete años) pasó extendiendo una tinita para que pusiéramos monedas mientras se cubría la mitad de la cara con su antebrazo. Vergüenza.

Porque entonces eso: la solución no es que ahora yo me pueda comprar unos zapatos Franco Sarto que hacen perfecto juego con mi vestido porque tengo un cheque quincenal que me lo permite. La solución es que cambiemos este puto mundo.


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Supongo que lo que sigue es golpear a la próxima persona que me diga que soy una 'marxista setentera'.


Y también hacer la revolución.

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