domingo, 8 de diciembre de 2013

Espejos y ventanas

Estoy en Xalapa y tengo toda la mañana libre porque mi primera entrevista es hasta las 4. Esto no lo puedo dejar pasar, pienso. Modero mi consumo de café en el hotel, agarro la bolsa y me salgo casi corriendo rumbo al centro.

No sé qué hacer, parecía mucho tiempo y ahora ya sólo me quedan tres horas si quiero tener tiempo de plancharme el cabello antes de la entrevista. Parece una tontería, pero he aprendido que un poco así funciona hacer entrevistas que no sean de temas personales sino institucionales. Entrevistar a migrantes sobre sus historias de vida es fácil, hay que ganarse su confianza explicando con detalle para qué es la investigación, de dónde vengo, por qué quiero conocer lo que quiero conocer. Hacerme la mensa (más) siempre me ha resultado bien, les digo que 'yo no entiendo cómo es eso porque no tengo hijos, explíqueme con más detalle', o 'yo nunca he ido a Estados Unidos así que no sé cómo se vive en ese país' y la gente gana confianza, percibe que tiene un saber que yo no, por lo general se ponen a darme generosos detalles y me invitan a comer con ellas.

Pero, volviendo al punto, tengo que plancharme el cabello, usar perfume y ropa de vestir porque aquí vengo como 'espía' del INEE. La gente de las secretarías de educación de los estados me recibe con miedo porque 'vengo representando al INEE y quiero saber qué pedo con este estado en el tema de evaluación'. Tengo que fingir que me las sé de todas todas, y tengo que ir arregladísima (según mis estándares) para que no me tonteen de más o me dejen esperando de más o... no sé, pero así funciona.

Así que tenía la mañana libre en Xalapa pero ahora sólo me quedan tres horas si quiero regresar a tiempo al hotel.

Quiero curiosear en las ediciones de la UV, camino a la calle de las librerías. Los libros que me interesan están carísimos y los que están baratísimos no me interesan tanto. Me entretengo en una librería de viejo (como si en el D.F. no hubiera y por eso tuviera que entrar a Xalapa a ver qué venden y cómo y en cuánto), y me encuentro dos libritos de Yourcenar en 50 varos. El primero es el de 'Fuegos' que ya conozco y he leído, y que descansa en algún lugar de mi librero en Saltillo. De todas formas lo compro porque mi hermana y yo siempre estamos peleándonos los títulos de propiedad del librero saltillense, así que por 50 pesitos puedo evitarme la alegata correspondiente. El segundo es 'Ana, soror...' que nunca había visto en tomo suelto (forma parte de una trilogía de cuentos que por lo general se venden como un solo libro, y que hasta dónde sé no se consigue en México desde hace varios años).

Estoy a punto de comprarme algo de Tomás Segovia pero desisto porque N. ingenua forever me vine cargando dos libros y ahora con éstos pues ya son 4 y no tengo tanto espacio en la maleta. Sobra decir, por supuesto, que al momento de escribir estas líneas me arrepiento muchísimo de tan desafortunada decisión tomada sobre una base tan pendeja como 'no quiero ir cargando tanto'.

Salgo entre la felicidad y el regaño; hace tiempo me prometí no volver a comprar libros hasta que termine por lo menos la mitad de los que están en 'lista de espera'. Por supuesto, comprar es más fácil que leer, así que mi promesa ha valido madres amparada en el optimismo de que 'ya llegará el momento en el que tenga tiempo de ponerme a leer todo lo que tengo pendiente'. Ajá. Alguna vez.

Quiero aprovechar el tiempo que queda caminando por las calles de Xalapa, pero hace un calor espantoso. Primera semana de diciembre y Xalapa, esa ciudad que recuerdo como nubladita y fría, ahora hierve en un verano total y absoluto. El clima me ha tomado por sopresa porque como la viajera inexperta que soy (y como tengo que ir 'bien vestida' a hacer mi trabajo) me traje puras cosas bonitas pero calientes. Visto en ese momento un pantalón negro, una blusa negra y un suéter largo gris de lana. Si me quito el suéter gris quedaré toda de negro y me veré ridícula y fuera de lugar. La reputísima madre y lo que me faltaba: pierdo otra hora buscando en el centro de Xalapa una blusa bonita y no tan cara que me evite la incomodidad de la inadecuación. Encuentro, pago, me cambio, salgo corriendo.

Ya me queda poquito tiempo, pero según yo todavía alcanzo a tomarme un café y terminar un capítulo del libro que me tiene atrapada (Jazz, de Toni Morrison). Entro a una cafetería, pido algo frío, prendo un cigarro, abro el libro, saco mi libretita de notas.... y en eso se sientan en la mesa de al ladito dos personas. Son pareja, y yo puedo escucharlos perfectamente (aunque sólo veo la espalda del chico). Para mi mala fortuna, están teniendo LA plática en la que ella termina con él. Me distraigo tantísimo que pronto nomás tonteo con el libro entre las manos, pero en realidad mi atención está en la conversación de junto. Ella habla, y habla, y habla, y habla. Él no dice nada. Ella tiene un discurso perfecto y redondito de por qué quiere terminar con él, sólo que lo expresa con frases sacadas de canciones de Camila: “mataste todas y cada una de mis ilusones”, le dice. Luego añade “yo ya no espero nada de ti... de hecho, ya no espero nada de la vida”.

Se pone a llorar, y continúa explicando que al principio estaba 'locamente enamorada', pero que después, con todos los descuidos y desatenciones de él, 'ese amor se fue acabando' y hoy 'ya es demasiado tarde'. A mí se me está haciendo tarde, ni modo, pido la cuenta.

Sólo que antes de irme me acerco y volteo descaradamente porque quiero ver los rostros que hoy protagonizan esa historia que es la de todos y la de cada uno. La puta madre, me sorprendo muchísimo cuando veo que son súper jóvenes. Chiquititos, como de 19 años.

Me dan ganas de abrazar a la chica y decirle un par de cosas: esto se te va a pasar, ésta no va a ser la última de 'tus historias' y con suerte las próximas serán mejores. Pero eso sí, más vale ir cuestionando esas ideas tan dañinas de los principes azules y las canciones de Camila. Por Dios, chica, prohibamos las canciones de Camila.

Obviamente no le digo nada, aunque salgo pensando muchas cosas. Llego al hotel y decido que vale madres plancharme el cabello, que la colita de caballo no se ve tan mal. Pido un sándwich a la habitación y me pongo a terminar ahora sí el capítulo del libro. Me encuentro esto:

“Whatever happens, whether you get rich or stayed poor, ruin your health or live to old age, you always end up back where you started: hungry for the one thing everybody loses -- young loving"


Todavía no sé cómo le hice para cambiarme el chip y llegar a las 4:00 a hablar sobre la reforma educativa.

jueves, 28 de noviembre de 2013

Los muertos de mi felicidad

Por lo general, escribo poco cuando estoy feliz. Aunque La Felicidad no exista, para mí una buena medida es saber que me gusta lo que pasa en 7 de cada 10 días de mi vida. Me gustan las cosas que hago, que como, que veo.  Me gusta no sufrir mínimas cosas que joden harto la vida cotidiana: no tengo que enfrentarme al despertador, ni al tráfico, ni al metro.

En el último mes he escuchado a dos personas diferentes decir que no les gusta estar solas en sus casas.  A mí últimamente eso es lo que más me gusta, ya se me pasó el miedo y la desesperación de mayo; ahora me caigo bien, me gusto.

El domingo pasé la tarde en Oaxaca. Después de comerme un monumental plato de tasajo asado y su respectiva chela, encendí el cigarro obligado post – atasque carnívoro y me puse a ver pasar la tarde. La plaza, los globos, las parejas, los niños, los turistas. Me sentí muy contenta hasta que aparecieron los conocidos alfileres de mi ligera felicidad: la estúpida idea de que sentirme así es un mal presagio, los mensajes de que mi fortuna es una injusticia.

Tengo que aprender (y lo estoy intentando mucho) a minimizar esas cosas, a espantarlas como moscas: silenciar los recuerdos, los presagios, la culpa.

La idea de que sentirme muy feliz es un mal presagio supongo que no tiene mayor fundamento que mi natural vocación al drama: éste sería el momento perfecto para que un infortunio se convirtiera en desgracia, pienso. Hoy que estoy tan feliz estoy preparando el escenario ideal para que una llamada me cambie la vida para siempre. Cosas así, puras supersticiones idiotas que me hacen pensar que se trata de un momento de felicidad – espejismo. Que mientras yo estaba tan feliz y tan satisfecha después de un plato de tasajo oaxaqueño, una mala noticia venía en camino: al mismo tiempo, trayectorias que se cruzan, felicidades que explotan.

Puesto que ese miedo es absurdo, tonto, supersticioso, sin el más mínimo fundamento, etc., supongo es relativamente fácil intentar reírme de eso y moverme.

La idea de que mi fortuna es una injusticia sí está más cabrona. Supongo que es una de las  tantas herencias de mi otrora fervor cristiano: aprendí a pensar muchísimo en los otros.  El famoso prójimo.

Así que ahora, después de un tasajo oaxaqueño, una chela, un postre, y una cuenta de casi 200 varos,  no puedo evitar sentirme culpable. Empiezan las voces despacito: ‘mientras tú estás aquí sin apuro alguno, mucha gente no tiene ni qué comer. No, ya no digo ni qué comer, mejor digo que el hambre cuando aprieta ya hasta deja de ser hambre y es dolor. Miles de desempleados se angustian. La señora que acaba de pasar a ofrecerte artesanías quizás no tenga una cena caliente que la espere. Y ese niño tan chiquito que pide monedas, ¿para qué las usa? ¿quién se las quita? ¿habrá comido? ¿irá a la escuela?’.  Me entristezco, me agobio, pero sobre todo: me reclamo. Me culpo. ¡Ay la N., tan acostumbrada a pensar en deudas más que en merecimientos!!!

Jamás en mi vida he pensado que me merezca algo de lo bueno que me pasa. Para mí se trata todo de accidentes afortunados, de bendiciones, de cosas que la vida me da y que yo tomo. Supongo que tiene que ver con que confundo merecimiento con justicia. No sé, bueno, no sé si los confundo. Uno no tendría sentido sin la otra. Y esa justicia tendría que ser colectiva. Es decir, no puedo decir que ‘me merezco este plato de tasajo porque me lo he ganado con mi esfuerzo y mi trabajo’ cuando este mundo es tan injusto que otros miles de esfuerzos y trabajos no tienen retribución alguna. Y o todos merecemos lo que tenemos, o nadie merece nada de lo que tiene. Es así: si yo digo que ‘me merezco estas vacaciones en Cancún’, eso implicaría en automático que ese niño se ‘merece no ir a la escuela y estar pidiendo monedas a los turistas’. La idea es tan horrible y tan absurda que deja a las buenas conciencias sin tablas de salvación.

Sí me explico, verdad? Que hubiera justicia para unos y para otros no, automáticamente anula la posibilidad de que lo que reciben los primeros sea en efecto justicia. Sí, ¿no? Total: que no me merezco este plato de tasajo.

Ahora bien, pensar eso no me sirve de nada. Aunque me pone triste, seria, con la (apenas hace unos minutos) desempaquetada felicidad ahora desinflándose de a poquito.

Si las supersticiones las disuelvo con la burla, la culpa no es tan fácil de borrar. Sin embargo, tengo un remedio muy tímido pero que a veces me da resultado: me pongo a decir que ‘gracias’ como idiota. ‘Gracias por mi trabajo, gracias por este tasajo, gracias por la comida, gracias por mis hermanos, gracias por mis papás, gracias por este viaje, gracias por este libro, gracias por este postre, gracias por estas calles, gracias por ese cielo azul, gracias por los recuerdos, gracias por el amor de mis papás, gracias por el cariño, gracias, gracias, gracias’. Y se me pasa poquito la culpa.


Luego de dar gracias  también pido disculpas.

Dios mío, estoy loca de verdad.

Como siempre: Szymborska:

Que me disculpe la coincidencia por llamarla necesidad.
Que me disculpe la necesidad, si a pesar de ello me equivoco.
Que no se enoje la felicidad por considerarla mía.
Que me olviden los muertos que apenas si brillan en la memoria.
Que me disculpe el tiempo por el mucho mundo pasado
      por alto a cada segundo.
Que me disculpe mi viejo amor por considerar al nuevo
      el primero.
Perdonadme, guerras lejanas, por traer flores a casa.
Perdonadme, heridas abiertas, por pincharme en el dedo.
Que me disculpen los que claman desde el abismo el disco
      de un minué.
Que me disculpe la gente en las estaciones por el sueño
      a las cinco de la mañana.
Perdóname, esperanza acosada, por reírme a veces.
Perdonadme, desiertos, por no correr con una cuchara de agua.
Y tú, gavilán, hace años el mismo, en esta misma jaula,
inmóvil mirando fijamente el mismo punto siempre,
absuélveme, aunque fueras un ave disecada.
Que me disculpe el árbol talado por las cuatro patas de la mesa.
Que me disculpen las grandes preguntas por las pequeñas
      respuestas.
Verdad, no me prestes demasiada atención.
Solemnidad, sé magnánima conmigo.
Soporta, misterio de la existencia, que arranque hilos de tu cola.
No me acuses, alma, de poseerte pocas veces.
Que me perdone todo por no poder estar en todas partes.
Que me perdonen todos por no saber ser cada uno de ellos,
      cada una de ellas.
Sé que mientras viva nada me justifica
porque yo misma me lo impido.
Habla, no me tomes a mal que tome prestadas palabras patéticas
y que me esfuerce después para que parezcan ligeras.

sábado, 3 de agosto de 2013

Gebrydgumas, II



Tengo el superpoder de hacer tormentas en vasos de agua (si lo piensan es más o menos bonito: el superpoder de crear rayos y truenos - a veces recibidos con miedo, otras con fascinación - en algo tan a pequeña escala como mi ordinarísima vida). 

¿No se supone que de esto se trata la filosofía, de tormentas en vasos de agua? ¿no es esto la característica principal del drama, que trata de dar sentido (significado, que no explicación) a problemas y condiciones universales representados en miniatura? 

 Anyway, tengo la idea más o menos idiota de jalar hilitos para ver qué figura sale. Anyway, quizás me estoy convirtiendo en una intelectualoide que se echa discursos pseudorebuscados para venir a escupir que el último mes se ha tratado de las otras (y de muchas cosas más, pero 'las otras' han andado ahí metidas como música de fondo). Que a lo mejor me preocupa ligeramente que mis amigas más cercanas me digan cosas como 'wey, no mames que sigues hablando de eso!, no mames que sigues leyendo su twitter, no mames que piensas seguir la historia hasta que pase qué...., a estas alturas ya deben existir grupos de stalkers anónimos'. 

  Todavía soy joven: me encuentro absolutamente novata ante la situación de que mis ex-algo estén enamorados y pongan fotos de sus actuales parejas en facebook y twitter. Lo pienso, le doy vueltas, me veo en el espejo, sigo haciendo tormentas en vasos de agua.  

  Como sea, creo que al final no logro explicar dos cosas que - sigamos con la pretensión de rebuscadez - voy a dejar en palabras de otros: 

* "Each object of love is different, and for this reason the consequences of loving each will be different..." (San Agustín, mayfrens). 

* O my love, where are they, where are they going
   The flash of a hand, streak of movement, rustle of pebbles.
   I ask not out of sorrow, but in wonder. 

  (fragmento de un poemita de C. Milosz).


*** 
 O sea que básicamente eso. Me pregunto diez mil cosas pero no se preocupen amigos, no son preguntas para maltratarme (como por otra parte es mi costumbre) ni para tapar mis espejos. I ask not out of sorrow, but in wonder. Eso. 

  

  

jueves, 27 de junio de 2013

It's getting better (el post más aburrido ever)

Está bien que este blog es mayormente el lugar donde le doy rienda suelta a mis depresiones, dramas y melodramas, pero creo que para variar un poco estaría bueno también tener acá el registro de estos días en los que la cosa va mejorando. Como platicaba hace poco con G., los episodios depresivos siempre son feos y marcan algo así como un antes y después en nuestras historias, pero igual o más importante es el proceso de recuperación.
Creo que de todos mis procesos de recuperación, quizás éste sea el que más estoy disfrutando, el que más estoy tratando de bordar despacio y con conciencia. Me parece que en los anteriores la idea era estar lo mejor posible lo antes posible, y por eso mismo no me sumergía demasiado. Siempre dije que no me interesaba conocer las raíces del asunto, y si hice psicoanálisis un año fue nomás porque mi mamá me insistía en hacer terapia, y porque el psiquiatra me tenía condicionadas las recetas de ansiolíticos a la comprobación de que estaba acompañando la medicación con un proceso de otra índole.
Crezco, afino, crezco. Ahora sí me interesa ponerme en paz. Ahora sí me siento fuerte como para preguntarme qué mierdas pasó, por qué, y cómo se me ocurre que podemos arreglar las situaciones que me generan o generaron incomodidad. Regresé al citalopram (maravilla de maravillas), pero también inicié una terapia psicológica desde un método nuevo para mí.
Todavía me angustia pensar a largo plazo,  todavía me duele el estómago y me dan ganas de vomitar cuando pienso en el 2014; pero por lo menos ahora no me siento mal de que todos mis planes sean de muy corto plazo. Estos días los vivo a la espera de irme a Saltillo, allá estaré un mes completo, luego regresaré al D.F. a empezar cosas nuevas, y luego ya veremos.
Mientras tanto hay cosas pequeñas (o no tanto) que estos días me hacen sentirme muy feliz, muy tranquila, hasta me pongo cósmica y zen, y hasta agradezco la oportunidad (o la exigencia) de hacer pausas que me obliguen a dejar de ver ciertas cosas, y a ver con más atención y detalle otras. Hacer pausas, respirar. No me gusta que mi cerebrito me las imponga con ataques de llanto, pero agradezco que algo adentro de mí me marque escandalosos semáforos en rojo de tanto en tanto para darme la oportunidad (o la demanda) de reevaluar mi vida. Suena jodido y cansado, y es jodido y cansado, pero también tiene una parte buena.
Duermo muchísimo, pero ya no con culpa o por evasión. Simplemente no tengo horarios, y me levanto de la cama cuando me da mi real gana. A veces salgo a comprar pan dulce o jugo a las 10:00 de la mañana, y me siento absurdamente feliz de pensar que los días más tranquilos de mi vida están ocurriendo en la ciudad más enloquecida del mundo. Como dice A., ‘no te das cuenta de lo afortunada que eres por no odiar el despertador’.
Bajé un poquito de peso, y me corté y pinté el cabello. Nunca había estado tanto tiempo en una estética porque soy una persona bastante conservadora con mi apariencia física (y tampoco es que haya hecho los grandes cambios). Se me ocurrió sacar cita en un salón de belleza, fui, me corté como 10 centímetros de cabello y me lo tiñeron dos tonos más claro. No se nota muchísimo, pero creo que me queda bastante bien. El corte, además, es de esos que no se ve chido si no te lo peinas, así que eso me obliga a pasar más tiempo arreglándome antes de salir, y eso tiene como efecto que últimamente siempre salgo de mi casa pensando que me veo guapísima. Es una tontería, ya lo dije, pero incluso estoy considerando seriamente la idea de poner espejos – o por lo menos uno de cuerpo completo - en mi recámara (tengo un issue grandote con mi físico, así que el único espejo que hay es de algo así como de 15 por 10 cm).
Cuando pasa la depresión no tengo líos en contárselo a casi todo mundo (‘me puse muy mal en mayo, pero ya estoy mejor’), pero en el durante por lo general las relaciones con casi toda la gente se me hacen un poquito complicadas. Me da pena buscarlos, no quiero que sientan que los estoy involucrando en algo en lo que ellos no quieren estar, no quiero que sientan que les estoy colgando responsabilidades o deberes, ni nada de nada. Y tampoco quiero que vengan a tratar de animarme con frases optimistas o con consejos bienintencionados (‘es que ya busca un trabajo’, ‘es que piensa que hay gente muriéndose de hambre’, es que bla, bla, bla). Eso me resulta profundamente incómodo y molesto.
Por otra parte, en el durante es cuando más los necesito. Jodido, no?
El caso es que esta vez hubo personas que se bancaron los peores momentos como los meros machos. A., mi hermana, P., y E.  Uno de los momentos más bonitos fue el viernes que Enrique, Paola y Emilia se echaron un maratón de estar comigo todo el día pasándose la estafeta. Primero vino Enrique a sacarme de la cama y obligarme a ir a comer con él; luego llegó Paola a estar en el depa buena parte de la tarde hablando de todo y nada, al final llegó Emilia a cenar conmigo y a quedarse aquí instalada todo el fin de semana. Los tres fueron tan tiernos, tan sinceros, tan genuinos en su cariño, que de verdad no tengo palabras para agradecerles su apoyo.
Tampoco hay que olvidar la noche que le llamé llorando a A., y él en medio de su ensayo sobre política exterior me dijo que ‘voy a pasar por ti en 10 minutos, quiero que bajes y te vengas a dormir conmigo’. Ya en su casa se la pasó escribiendo en su estudio, pero de vez en vez entraba al cuarto a asegurarse de que no estuviera llorando. Creo que hace mucho tiempo que no sentía que alguien me cuidara. Sentirse cuidada, qué jodido y qué lindo, otra vez.
Lo mejor de esto es que ahora que las cosas están bien, las cosas con ellos siguen bien, como si todo nos hubiera acercado muchísimo más. Paola y yo hemos creado la bonita costumbre de comer juntas una vez por semana. Comemos, hablamos, vamos por un postre, hablamos, tomamos café, hablamos, fumamos, hablamos, y así se nos va la tarde. Nos reímos a veces de ser dos adultas de veinticórrele que cual un par de adolescentes van a comprar donas de KrispyCream a las 4 de la tarde y luego regresan al depa a ver la tele y hablar tonterías.
Las cosas con A. también van bien, creo que es nuestro mejor momento en mucho tiempo. Es el primer tipo que no sale corriendo y que no se comporta distinto conmigo después de que la idea de ‘mierda que N. está loquita de verdad’ se aparece entre los dos. También es al primer tipo al que eso no lo atrae (mi experiencia con los hombres es que en un principio se imaginan que es ‘interesante’ andar con alguien ‘interesante y atormentada’, pero luego se dan cuenta de que no es tan divertido y terminan yéndose a buscar a chicas simpáticas y optimistas y cosas por el estilo). Pero con A. no, con A. ha sido todo muy normal. Estuve deprimida como pude haber estado con la pierna quebrada. Su actitud es exactamente la misma.
La semana pasada estuve en San Miguel de Allende haciendo una investigación sobre partería, entrevisté a todo mundo, el tema me gustó más de lo que me imaginé en un principio. Mi compañera de investigación se llama Liliana, nos hospedamos en un departamento amueblado en el centro de SMA, cuando nos desocupábamos caminábamos, bebíamos cerveza y nos contábamos nuestra vida. Ella es de una comunidad mixe, sus historias sobre la infancia fueron todas divertidas y tiernas. La quise muchísimo durante ese viaje.
Esta semana he estado en el archivo de la palabra buscando una información que requiere una amiga de Argentina que trabaja el tema del exilio. Básicamente mi tarea consiste en leer historias de vida de exiliados argentinos en México y llenar unas fichas que Sole me pasó. El punto es que me he leído casi todo; son historias súper fuertes, súper dramáticas, tan… no sé, tan como de novela. Salgo de Filosofía y como por Copilco, me tomo un café por Miguel Ángel de Quevedo, y todo el tiempo voy dándole vueltas a lo que acabo de leer.
La investigación de parteras y ésta de exiliados me han dejado muchas ideas en la cabeza (pero nada de dinero en la cuenta bancaria), cosas que voy guardando y que quisiera que fueran semillas que un día dieran fruto. Quisiera, por supuesto, que ese fruto fuera algo lindo y no viniera en la forma de una floreciente depresión que hace que un día me duela el mundo, me duela estar viva, y no me pueda levantar de la cama. Ojalá esta vez pueda cambiar de forma la energía y las cosas guardadas no exploten exclusivamente hacia adentro.
Quisiera tomarme una foto hoy, aquí. Son las 7:20, desde mi escritorio se ve el cielo nublado del D.F. Tengo que terminar de arreglar la bibliografía de un artículo que van a publicar en un libro (ya está aceptado!), a las 8:30 va a llegar Kanano a cenar pizza conmigo, mañana a la 1:30 va a venir Quique por mí para que intentemos cocinar una pasta. Sé de cierto que vienen cambios medio dramáticos y medio radicales en mi vida, sé que esto es un tránsito y que me da miedo por irreversible, pero estoy contenta. Estoy zen. Agradezco a la vida, a mi vida, que no deje de dar vueltas.


lunes, 3 de junio de 2013

En la vida real el drama es menos intenso que en el blog. Pero escribir me gusta, me ayuda a poner los sentimientos en una cajita, a releer y releer y hacer una especie de disección de las emociones.

Quizás debería intentar una especie de balance y escribir también de las cosas lindas de estos días, que se concentran en la palabra ellos, mis ‘finales felices’.

También debería decir que estoy profundamente agradecida porque esta vez puedo seguir leyendo y escribiendo. Creo que en el 2009 fue mi depresión más grave, recuerdo mi incapacidad total para articular dos líneas o para concentrarme en la lectura de cualquier cosa. Era terrible.

Pero esta vez leer ha recuperado la posición de ‘actividad salvadora’ que por varias temporadas ha tenido en mi vida. Leo muchísimo porque es de las pocas cosas que hace que me olvide de la especie de bruma que estos días se ha instalado a mi alrededor. He intentado lo mismo con música y con películas, pero hasta ahora la literatura es lo único que logra absorberme de manera casi total.

Terminé Sanshiro; Natsume Soseki se consolida como uno de mis autores favoritos de los últimos tiempos. De sus libros me gusta sobre todo el humor, los personajes inocentes y caradura, la burla recurrente de los intelectuales atormentados.  Y, predeciblemente, me encanta ese estilo contemplativo que imagino tan típicamente japonés.

(Me gusta esta anécdota que se cuenta en el prólogo de Botchan: Soseki vive en Inglaterra un tiempo, pero no es feliz ahí. En cierta ocasión invita a alguien a contemplar cómo cae la nieve – sin duda una costumbre elegante y delicada en Japón – y sólo logra que se rían de él).

A propósito de todo esto, la semana antepasada fui a cumplir con mis compromisos laborales (vaya!) que consistieron en ir a una presentación de los resultados de la encuesta nacional de lectura en México durante el 2012. Los datos son absolutamente deprimentes (no en balde el título de la conferencia fue “De la penumbra a la oscuridad…”).

Los mexicanos identifican la lectura con una actividad meramente escolar, por lo que a partir de cierto rango de edad (es decir, cuando se termina la universidad) disminuye drásticamente el tiempo que pasan frente a los libros. Habría que señalar aquí otro de los fallos de nuestro lamentable sistema educativo: no se están formando lectores autónomos. Docentes que no dejamos sembradas dudas o curiosidades en nuestros estudiantes, que los acostumbramos a leer para pasar el examen pero no a considerar esa actividad como una práctica cotidiana. Desesperanzador.

Otro dato que anoté: sólo el 46.2% de los encuestados respondieron estar leyendo algún libro. Para más de la mitad de los mexicanos leer es una actividad exótica y ajena. No sorprende entonces que el 34% haya respondido, de plano, que “no me gusta leer”.

Más reflejos de la penumbra: sólo en el 15% de los hogares mexicanos hay más de 30 libros que no sean libros de texto. En el 56% hay hasta 10. Es decir, en más de la mitad de las casas mexicanas hay menos libros de los que yo me compro en cualquier FIL. Lo triste de eso es, otra vez, esta idea de los libros y de la lectura como algo no familiar, una cosa ajena, que se sale de la norma.

Ya sé que aquí podríamos hablar también de lo caros que se han puesto los libros últimamente, pero bueno, vaya, yo creo que no es esa la razón de esta ausencia de libreros y bibliotecas (aunque sea con traducciones humildes de la editorial Tomo)  dentro de nuestros espacios íntimos.

El proyecto en el que estoy participando y por el que tuve que ir a esa conferencia es sobre promoción de la lectura en estudiantes de EMS. Los lineamientos que nos han dado desde la parte institucional reflejan una visión de la lectura que tampoco me encanta: una cosa meramente instrumental. Los estudiantes tienen que leer para que sean buenos profesionistas, o para que sean más competitivos, o para que sean más emprendedores, o para que se droguen menos, o para que no entren a las pandillas (¿eh?).

Mi grupo de trabajo son docentes de EMS. Al principio siempre hay una sesión en la que platicamos con ellos sobre la lectura y bla, bla, bla, para tratar de comprometerlos con el proyecto. Los profes expresan opiniones sobre la lectura que tampoco me encantan: la lectura nos hace felices, nos hace ser mejores personas, una persona culta es una persona feliz y realizada, etc., etc. Es decir, una visión totalmente romántica e idealizada de los libros (recuérdenme escribir el post que tengo pendiente sobre una cursilada de textos que andan por la red sobre ‘salir con una chica que lee – salir con una chica que no lee’).

Honestamente, yo no creo que leer nos haga mejores personas, ni más felices, ni más empáticas, ni mejores ciudadanos. No sé bien qué respondería si alguien me preguntara que ¿para qué te ha servido leer en la vida? A lo mejor el chiste está, otra vez, en las respuestas en negativo. No hay que decirle a la gente que ‘tienes que leer para ______’, sino más bien sugerirles que si no leen hay una serie de emociones – ideas – pensamientos que van a quedar fuera de su mundo. Es decir, no plantear para qué sí nos sirve leer, sino qué cosas y posibilidades estamos eliminando si no leemos.

Funcionamos a base de ideas, somos sujetos semióticos que todo el tiempo estamos interpretando la realidad. No estoy diciendo que alguien que no lea no pueda hacer esto, repito, todos funcionamos de esa forma. Así que entonces habría que preguntarnos de dónde tomamos esas ideas (que a la vez interpretamos y resignificamos). De las conversaciones, de la televisión, de lo que nos dice el sacerdote o el astrólogo. Y de los libros, claro. Mi punto es ése, nomás, que no quiere decir que interpretaremos ‘mejor’ la realidad, o que tendremos más ideas, o que éstas serán más lindas; únicamente que, si no se lee, nos cerramos una fuente de sentidos posibles.

Otra vez una frase de Birulés:

“De nuevo podemos recurrir a las palabras de Arendt cuando escribe que ‘esperar que la verdad surja del pensamiento supone confundir la necesidad de pensar con el ansia de conocer’. Pensar es, pues, distinto del conocer y del obrar. El pensamiento, a diferencia del conocimiento, no nos ofrece certezas supuestamente definitivas ni verdades universales, sino, en todo caso, significado, sentido”.

Para eso nos sirve leer, creo. Y, claro, para distraernos de nosotros mismos en las depresiones, faltaba más!




lunes, 20 de mayo de 2013

Terminé el libro de Sylvia Plath (the bell jar). Me puse muy, muy triste. No es que sea tan ridícula como para pensar que ‘estoy deprimida, déjenme leo a Sylvia y Pizarnik’, no. Según mi registro en Amazon, compré el libro hace más de un año. Lo empecé hace más de un mes, un día que estaba desayunando. Pensé que sería un libro divertido porque empieza todo en tono muy jovial describiendo las aventuras de una chica de provincia en Nueva York.
No es una historia particularmente triste, pero creo que es imposible leerla sin ponerse a hacer análisis metaliterarios y pensar en la experiencia personal de Plath. Lo que más me conmovió fue que como autora decidió rescatar al personaje, fabricarle una salvadora, meterlo en un hospital psiquiátrico, encontrarle terapia adecuada, cerrar la novela con la posibilidad de una vida nueva, limpia. Pensar en el contrastante desenlace de Sylvia Plath me hizo estar llorando toda una tarde y toda la mañana siguiente.
Estoy oficialmente en el cuarto episodio depresivo de mi vida.  Hasta el momento parece que es apenas lo suficientemente grave como para movilizarme en busca de ayuda profesional, pero no tan grave como para nada más.  Es más, ha sucedido incluso que por momentos piense que ‘falsa alarma’, pero luego la mañana siguiente eso se desmiente y seguimos en lo dicho.
Reminiscencias del cristianismo: pienso que es un castigo. Debe tratarse de un castigo por dudar, por ser deshonesta, por creerme autónoma, por soberbia. Sobre todo por soberbia. Todos los depresivos del mundo estamos pagando por nuestras pretensiones de autonomía. Así que tenemos que llorar, y necesitar a los demás, y pedir ayuda. ¿Y sabes por qué, tu N. que te crees tan lista? Porque no puedes con la vida. Qué risible.
Reminiscencias del cristianismo: pienso que el dolor va a purificarme de alguna manera, que algo voy a encontrar ahí.

Hace rato releí esta crónica de hace casi siete años. Me siento profundamente desanimada por no haber aprendido a reaccionar de otra manera en tanto tiempo. Oigan, amigos, me urge que me cuenten finales felices.

***
CRÓNICA DE UN DÍA CON FRÍO (25 de noviembre de 2006)
Mi día inició exactamente a las 12 am, hora en la que estaba llegando a mi casa. Con frío, porque no traía chaqueta. Y por una plática que me dejó confundida, desalentada... Por fortuna, existe el Internet. Y están ellos, que me escuchan - leen, hacen reír, distraen hasta que son las 2 am y siento sueño. Eso es buena señal, pienso. Apago la computadora, voy a mi cuarto y trato de descansar. Pero el sueño no llega. Estoy ansiosa, hay un recuerdo que se repite y se repite y se repite. Y es tonto, porque es sobre algo insignificante, pero que me lastimó mucho (un gesto, una palabra, una expresión, algo tal vez involuntario de otra persona…). Así, son las 3:30 am y el sueño no llega. Las pastillas para dormir a mi lado son demasiado tentadoras. Me tomo una. Me quedo dormida. Pero me despierto como a las 6, con pesadillas, es una pesadilla que tiene su obvia explicación, sueño que voy caminando con alguien tomada de la mano y que de pronto ese alguien me suelta, y veo mi mano sola y como si tuviera personalidad propia, la veo sola y confundida y a lo lejos muchas manos moviéndose, juntas ellas y la mía sola. Es todo mi sueño, las manos y después mi mano y después angustia. Me despierto. Tomo agua. Me vuelvo a dormir. Me vuelvo a despertar como a las 9 de la mañana, otra vez por una pesadilla. Esta vez son unos sapos enormes de colores que están al lado de mi cama. Después son lagartijas. Y después unas iguanas inmensas, como dragones chiquitos. Yo trato de gritarle a mi mamá, pero no responde. Los pequeños dragoncitos se meten debajo de mi cama. Me despierto y me doy cuenta de que estoy llorando.
Me quedo acostada mucho rato, pensando. No tengo ganas de levantarme, ni de ir a la escuela, ni de moverme siquiera. Las lágrimas brotan solas, casi sin que me dé cuenta. Entonces recuerdo los miles de consejos que he recibido y que me he dado. Hago un enorme esfuerzo físico y emocional por levantarme, darme un baño, salir corriendo de mi casa. Tengo que ir al banco, ése es un buen pretexto. Voy preparada para horas de fila pero en menos de cinco minutos mi asunto está terminado. No puedo regresar a mi casa. Tengo frío. Recuerdo que ni siquiera desayuné, así que me compro un café muy caliente y me siento en una banca de la plaza de armas. No tengo ni idea de qué hora puede ser, pero lo infiero cuando veo a muchos estudiantes uniformados pasar por ahí, amas de casa apuradas con bolsas de comida, burócratas comprando refrescos. Son las dos de la tarde. Veo las palomas volar en círculos un largo rato. Recuerdo una escena que me encanta de la película “El Amanecer de un Sueño”, la niña, Beauty, le pregunta a su mamá con toda la seriedad y la inocencia del mundo “mamá, por qué no soy un pájaro?”. Después, inevitablemente recuerdo el verso que dice “quién me diera alas como de paloma?, volaría yo lejos y descansaría…”. Por qué no puedo volar lejos y descansar? Hace unos meses (tan sólo seis, pero ahora me parecen muchísimos) escribí un post en el que estaba emocionada por estar “en el lugar en donde quiero estar, haciendo lo que quiero hacer, y con quienes quiero estar…”. Pues hoy es todo lo contrario. Estoy justo donde no quiero estar. De pronto las cosas no se ajustan en ningún lado, ni en mi casa, ni en la escuela, ni en el trabajo, ni en mis relaciones personales. No se ajustan, no fluyen hacia un lugar tranquilo. Y no tengo ni idea de cómo solucionarlo.
En mis cavilaciones encuentro una pista importante. Hace mucho que no hago algo con pasión. Eso me pone mal. Estudiar algo que no me entusiasma, hacer un trabajo sólo por dinero y porque todavía no se vence el contrato, estar por estar, estudiar por estudiar. Pero no siempre ha sido así, pienso. Y recuerdo los últimos cuatro años (que es el tiempo que ha transcurrido entre mi última súper crisis existencial y ésta). Ese crecer, y descubrirme.  Recuerdo mis exilios voluntarios en la infoteca. Redescubrir mi pasión por leer. El tiempo que pasaba sin que me diera cuenta. Gûnter Grass y Mi Siglo y Eric Hobsbawm y mi pasión por la historia.  Debo recuperar eso, la pasión. Tomo nota mentalmente de pasos prácticos. Decidir sobre mi posgrado, leer más, clavarme en la única investigación que me interesa en este momento (sobre historias de vida de las migrantes centroamericanas).
Me siento tranquila y reconfortada después de que esos recuerdos me han llevado a esos pasos. Es cuestión de tiempo y disciplina, pienso. Y sonrío.
Estoy tranquila, mucho más tranquila. Pero algo adentro me sigue doliendo. Sigo teniendo frío. Llego a mi casa, como un poco. Entonces nos quedamos solas ella y yo. Ella me conoce desde que nací. Es mi mamá. Puedo hablarle. Lo intento, intento desahogarme y empiezo a decirle que “es que últimamente siento que las cosas no van bien….”. No, no podemos comunicarnos. Ella tiene sus convicciones, su manera de concebir el mundo. Mil cosas nos separan. Me voy a la escuela enojada, este intento no exitoso de conversación me ha dejado aún más mal.
Estoy a pocas cuadras de la Facultad, pero siento algo atorado entre la garganta y el pecho. No puedo ir a clase así. Me siento otra vez en una banca. Las ganas de llorar son inaguantables. No sólo de llorar, de hablar, de quebrarme. Pero me da miedo hacerlo sola, así que busco un lugar seguro. Tal vez unos brazos, tal vez una voz. Termino marcando un número de celular. Después de todo, sé que él no va a escandalizarse cuando me oiga así de mal (creo que ya me ha visto peor un par de veces…), sé que no va a tratar de animarme con frases trilladas. Si, es un lugar seguro. Le marco y me contesta que “nos vemos mañana o pasado, ahora voy justo de salida. No te pongas mal…” Contesto que claro, que entiendo. Adios. Vuelve a marcarme sólo para “asegurarse de que no estoy tan mal”. Pero igual no puede venir, hay cosas urgentes, inaplazables, planeadas de antemano, que no puede dejar de hacer. Entiendo, claro. Entiendo. Entiendo. No puedo quebrarme.
Entonces, ahora que sé que nadie vendrá en la próxima hora, escucho música a todo volumen y contemplo largo rato las hojas de los árboles. Pasa mucha gente, y novios, y carros, y señoras con bolsas de mandado, y gente paseando a sus perros. Y de pronto esa rutina de los demás, ese anonimato mío, me hace sentir en paz. Aquí estamos todos, con nuestras tragedias y alegrías cotidianas. Ahí está el mundo, y la noche que sigue al día, y el otoño que sigue al verano. Y eso no va a cambiar. Esté yo, o no esté. Esté feliz o triste, eso permanece. No somos nada. No soy nada.
Son casi las seis. Hora de mi examen. Lo presento, creo que me irá bien. Regreso a mi casa y estoy tranquila. Aunque aún con frío. Tal vez es sólo que no son mis mejores días.



viernes, 12 de abril de 2013

Hace exactamente dos años terminé – terminé con C. No recordaría la fecha si no fuera porque coincide con el cumpleaños de mi roommate. En el 2011 cumplía 30 años, hizo una fiesta rara en la que, por alguna razón desconocida, todos teníamos que ir vestidos de azul.

  Como la fiesta fue en mi departamento (es decir, por eso somos roommates) no tuve más remedio que ponerme una blusa azul y estar todo el rato con cara de fastidio. G. me preguntó que qué me pasaba, le conté a gritos porque había mucho ruido, me pasó las llaves de su novio (que vivía en el piso de abajo del de nosotros), me fui.

  No me sentía violentamente triste como la primera vez que terminamos. No hubo dolores físicos ni llantos interminables. Tampoco me sentía furiosa y con la determinación de ‘ahora sí no quiero verte jamás pinche vato de mierda’. Creo que me sentía sobre todo cansada. Muda. Había un chingo de cosas que sabía que iba a tardar mucho en entender, en perdonar, en contar sin sentirme la mujer más estúpida del mundo. Un montón de cosas a las que tenía que interrogar con calma para sacar conclusiones y no sentir que los 8 años previos de mi vida habían sido para nada y para nada. Como sea, pese a lo urgente de la tarea, me sentía totalmente imposibilitada para empezarla.

  Seguramente perdí tiempo en internet, leí algunos de los poemas que siempre me hacen llorar, hice un dramita light y me dormí.

  La cosa también es, claro, que en ese momento no podía estar segura de que ésa estaba siendo la vez definitiva. Después de tantos años de ir y venir nada podía servir como garantía de que habíamos llegado -  ahora sí de veritas - al punto final.

  Para mí lo único cierto fue descubrir que había muchos matices en las tristezas que era capaz de experimentar. Había una escandalosa que incluía ataques de ansiedad e insomnio. Había una genuina que incluía pensamientos de suicidio, antidepresivos y no poderme levantar de la cama. Y había ésta, que era sobre todo molestia, cansancio, fastidio. No una tormenta sino una llovizna pertinaz que te obliga a caminar con lodo en los zapatos.

  Me acordé hoy porque es otra vez el cumpleaños de mi roommate (esta vez no tengo que vestirme de azul, pero sí hacer acto de presencia en un antro, lo que me emociona casi lo mismo) y porque, curiosamente, estos días siento otra vez los zapatos llenos de lodo. Siento el mismo fastidio, la misma idea de que ‘no tiene caso’, y ni siquiera lo digo con ánimo derrotista sino como mero desgano que constantemente me suelta un ‘¿para qué?’, y entonces no encuentro ninguna respuesta capaz de movilizarme.

   Es absurdo porque debería de estar feliz, pero la neta es que no y no.  Esto parece un estreñimiento emocional. Lo intento y lo intento pero no me sale.

  En los pensamientos random de hace rato me acordé que hace 6 años que no digo (ni escucho) la trillada frase de “te amo”. Como siempre he sido muy mamona con el lenguaje, he tratado de poner esas palabras en una especie de cajón con la leyenda de ‘rómpase en caso de emergencia’. Úsese cuando sea estrictamente necesario. Cualquier abuso será castigado.

  Quise ponerlo en el blog, en el facebook y en twitter pero ñe. Supongo que en un mundo cursi en el que la gente escribe ‘te amo’ alternando mayúsculas y minúsculas, y en el que las parejas se dicen eso por celular antes de terminar una plática intrascendente (‘chiquita, ¿te acordaste de comprar la leche? – Sí – Te veo al rato, te amo – Cuídate, te amo’) mi ‘6 años sin el teamo’ hubiera generado compasión en las almas más generosas, regocijo en las menos cálidas. O algo así.

  Whatever, es mi vida y yo exilio las palabras que me dé la gana.

   Ahora diré, claro, que qué mala postestructuralista que cree que el sentimiento antecede a la palabra. Podría ser al revés mijita, ¿qué no se ha leído a Austin o qué? ¿no sabe que se llaman ‘actos de habla’ porque el lenguaje no es  calca sino herramienta de la realidad (no el papel carboncillo sino el cincel)?

  O sea que si te digo ‘te amo’ en un día próximo quizás termine comprobando la magia cotidiana de estos seres humanos capaces de fabricarse certezas.

  Pero, les dije, el lodo. ¿Para qué?.