domingo, 24 de mayo de 2015

Crónicas dominicales, 0

Predeciblemente, siempre he encontrado difíciles los domingos. Ya sé que es predecible porque ya sé que es un cliché de famas-atormentadas y muchachas melancólicas. Y yo, bueno, ya sabemos: a veces soy un cliché encarnado en cada uno de mis 150 centímetros de estatura. 

Pero el domingo es un día feo, lo creo de verdad.  Ese día - frontera que no termina muy bien de ser una cosa ni la otra. Ni total descanso porque hay que prepararse para la semana, ni total semana porque es oficialmente el día de descanso. Es un día para recordar que no importa quécómocuándo, la vida tira siempre para adelante. No hay remedio: estamos atrapados entre días que empiezan y se acaban cada vez, cada 24 horas, sin posibilidad de pausas, ensayos o backstages. 

Cuando era niña los domingos me ponía a hacer la tarea, sacar el uniforme, bolear mis zapatos, "hacer la mochila" (que quería decir: organizar los cuadernos que me tocaba llevar cada día de la semana). Cuando era adolescente los domingos me entraba un anhelo casi irrefrenable por tener otra vida.  Me imaginaba adolescencias menos sosas que la mía: un novio (rubio, lindo, detallista), el cine (al que iría con el novio rubio lindo detallista), amigas divertidas, etc., etc.... tenía una cabecita bastante promedio muy influida por las telenovelas y las películas gringas.

 En cambio, entonces los domingos eran familiares. Pero no, no con ese concepto de 'familiar' tan mexicano folclórico nostalgiable. Las nuestras no eran comidas típicas con pláticas interminables. En casa sólo éramos nosotros cinco, ninguna familia extensa para añadir a la fotografía. Y los domingos, por lo general, mi papá en la tarde nos invitaba a esa costumbre tan rara y tan de provincia (impensable en el D.F.) de "dar la vuelta", que era básicamente subirnos al carro y pasear. Mi papá al volante elegía la ruta siempre: una hora completa de manejar sin rumbo por la ciudad. A veces la vuelta terminaba antes, con la camioneta parada en la plaza de armas. Era chistoso porque no hablábamos mucho. Yo sólo recuerdo ir sentada en el asiento de atrás, viendo por la ventana, escuchando Estéreo Saltillo (canciones bobas, cursis, melosísimas que aderezaban mis sufrimientos pubertos) y deseando ser otra. Entonces 'desear ser otra' me atormentaba un poco: era un deseo que me producía mucha culpa. Luego de una maestría en sociología y chingos de años de terapia entendí que ese deseo es 1) natural, y 2) un móvil poderoso; pero ese entendimiento vino muchísimo después. 

Luego siguieron muchos años con domingos manejables. Toda la universidad siendo novia de C., los domingos significando que nos veríamos. Domingos de tesis, domingos de tareas, bla, bla, bla. Domingos de lectura, porque lo cierto es que si soy una adicta a las novelas es porque había domingos en los que lo único que se me ocurría para matar la tarde era ponerme a leer como loca. Y estuvo bien porque era así: leía horas completas, me aburría, recordaba que no tenía nada más que hacer, tomaba agua y volvía a leer horas completas.  Nada de glamour por aquí, nada de niña proyecto que llevaban a la librería a los cinco años, nada de papás intelectuales leyéndole a sus hijas. En cambio: me convertí en una lectora porque descubrí que era una buena estrategia para matar el tedio dominical. 

Y de repente: esto. Treinta años y otra vez los domingos convirtiéndose en pesadillas. Es un miedo raro y difuso y tonto, pero cuando me despedí de A. lloraba, lloraba, lloraba y pensaba '¿qué mierdas voy a hacer ahora los domingos?'. Fue un cambio brusco porque estos días dejaron de ser pompas de jabón que A. y yo reventábamos con facilidad y deleite para convertirse, otra vez, en ese pesado reto de 24 horas por delante todas para mi solita. 

Muy bien: logré tener un trabajo que me hace funcional de lunes a viernes. Conseguí amigas/os  con quienes ir a echar una chela los viernes y quizás un café el sábado. Pero he descubierto, claro, que los domingos son días muy íntimos: los días de la pareja, de la familia, de ver a la hija/o, de estar en casa de los tíos viendo futbol, de pasear al perro e ir a hacer la compra con el marido. 

Mi situación se ha hecho especialmente concreta los domingos: sola, soltera, sin familia cerca, en una ciudad en la que es cabronamente complicado armarse círculos íntimos no mediados por el parentesco. 

Pero ninguna de esas cosas es algo malo. De hecho, muchas de esas cosas yo las he elegido. Así que aquí vamos, intentando demostrarnos una - vez - más que la vida es una mierda pero bueno, ya está, algo hay que hacer con ella. 

So: voy a tratar de escribir en este blog mis crónicas dominicales. Algunas serán muy de hueva con cosas como "fui al súper, escuché un disco completo dando vueltas por los pasillos, sólo compré cinco yogurts y un kilo de manzanas". Pero no me importa porque pues, eso, tengo que sacarle fotos a estos días - pulso. Tengo que gustarme los domingos, y escribir siempre me ha parecido una estrategia relativamente útil para gustarme. 

Si antes se trataba de imaginarme otra, ojalá esta vez se trate de cosechar todo lo que esas imaginaciones han sembrado los últimos 15 años, aunque sea un poquito. 

2 comentarios:

Alexander Strauffon dijo...

Pues... no subestimemos el poder del animal humano para adaptarse a cambios o a rutinas más difíciles, por jodedoras que sean.

Zhenitte dijo...

Inmejorable definición del domingo: No es un día totalmente para descansar, ni lo es para trabajar.