jueves, 28 de noviembre de 2013

Los muertos de mi felicidad

Por lo general, escribo poco cuando estoy feliz. Aunque La Felicidad no exista, para mí una buena medida es saber que me gusta lo que pasa en 7 de cada 10 días de mi vida. Me gustan las cosas que hago, que como, que veo.  Me gusta no sufrir mínimas cosas que joden harto la vida cotidiana: no tengo que enfrentarme al despertador, ni al tráfico, ni al metro.

En el último mes he escuchado a dos personas diferentes decir que no les gusta estar solas en sus casas.  A mí últimamente eso es lo que más me gusta, ya se me pasó el miedo y la desesperación de mayo; ahora me caigo bien, me gusto.

El domingo pasé la tarde en Oaxaca. Después de comerme un monumental plato de tasajo asado y su respectiva chela, encendí el cigarro obligado post – atasque carnívoro y me puse a ver pasar la tarde. La plaza, los globos, las parejas, los niños, los turistas. Me sentí muy contenta hasta que aparecieron los conocidos alfileres de mi ligera felicidad: la estúpida idea de que sentirme así es un mal presagio, los mensajes de que mi fortuna es una injusticia.

Tengo que aprender (y lo estoy intentando mucho) a minimizar esas cosas, a espantarlas como moscas: silenciar los recuerdos, los presagios, la culpa.

La idea de que sentirme muy feliz es un mal presagio supongo que no tiene mayor fundamento que mi natural vocación al drama: éste sería el momento perfecto para que un infortunio se convirtiera en desgracia, pienso. Hoy que estoy tan feliz estoy preparando el escenario ideal para que una llamada me cambie la vida para siempre. Cosas así, puras supersticiones idiotas que me hacen pensar que se trata de un momento de felicidad – espejismo. Que mientras yo estaba tan feliz y tan satisfecha después de un plato de tasajo oaxaqueño, una mala noticia venía en camino: al mismo tiempo, trayectorias que se cruzan, felicidades que explotan.

Puesto que ese miedo es absurdo, tonto, supersticioso, sin el más mínimo fundamento, etc., supongo es relativamente fácil intentar reírme de eso y moverme.

La idea de que mi fortuna es una injusticia sí está más cabrona. Supongo que es una de las  tantas herencias de mi otrora fervor cristiano: aprendí a pensar muchísimo en los otros.  El famoso prójimo.

Así que ahora, después de un tasajo oaxaqueño, una chela, un postre, y una cuenta de casi 200 varos,  no puedo evitar sentirme culpable. Empiezan las voces despacito: ‘mientras tú estás aquí sin apuro alguno, mucha gente no tiene ni qué comer. No, ya no digo ni qué comer, mejor digo que el hambre cuando aprieta ya hasta deja de ser hambre y es dolor. Miles de desempleados se angustian. La señora que acaba de pasar a ofrecerte artesanías quizás no tenga una cena caliente que la espere. Y ese niño tan chiquito que pide monedas, ¿para qué las usa? ¿quién se las quita? ¿habrá comido? ¿irá a la escuela?’.  Me entristezco, me agobio, pero sobre todo: me reclamo. Me culpo. ¡Ay la N., tan acostumbrada a pensar en deudas más que en merecimientos!!!

Jamás en mi vida he pensado que me merezca algo de lo bueno que me pasa. Para mí se trata todo de accidentes afortunados, de bendiciones, de cosas que la vida me da y que yo tomo. Supongo que tiene que ver con que confundo merecimiento con justicia. No sé, bueno, no sé si los confundo. Uno no tendría sentido sin la otra. Y esa justicia tendría que ser colectiva. Es decir, no puedo decir que ‘me merezco este plato de tasajo porque me lo he ganado con mi esfuerzo y mi trabajo’ cuando este mundo es tan injusto que otros miles de esfuerzos y trabajos no tienen retribución alguna. Y o todos merecemos lo que tenemos, o nadie merece nada de lo que tiene. Es así: si yo digo que ‘me merezco estas vacaciones en Cancún’, eso implicaría en automático que ese niño se ‘merece no ir a la escuela y estar pidiendo monedas a los turistas’. La idea es tan horrible y tan absurda que deja a las buenas conciencias sin tablas de salvación.

Sí me explico, verdad? Que hubiera justicia para unos y para otros no, automáticamente anula la posibilidad de que lo que reciben los primeros sea en efecto justicia. Sí, ¿no? Total: que no me merezco este plato de tasajo.

Ahora bien, pensar eso no me sirve de nada. Aunque me pone triste, seria, con la (apenas hace unos minutos) desempaquetada felicidad ahora desinflándose de a poquito.

Si las supersticiones las disuelvo con la burla, la culpa no es tan fácil de borrar. Sin embargo, tengo un remedio muy tímido pero que a veces me da resultado: me pongo a decir que ‘gracias’ como idiota. ‘Gracias por mi trabajo, gracias por este tasajo, gracias por la comida, gracias por mis hermanos, gracias por mis papás, gracias por este viaje, gracias por este libro, gracias por este postre, gracias por estas calles, gracias por ese cielo azul, gracias por los recuerdos, gracias por el amor de mis papás, gracias por el cariño, gracias, gracias, gracias’. Y se me pasa poquito la culpa.


Luego de dar gracias  también pido disculpas.

Dios mío, estoy loca de verdad.

Como siempre: Szymborska:

Que me disculpe la coincidencia por llamarla necesidad.
Que me disculpe la necesidad, si a pesar de ello me equivoco.
Que no se enoje la felicidad por considerarla mía.
Que me olviden los muertos que apenas si brillan en la memoria.
Que me disculpe el tiempo por el mucho mundo pasado
      por alto a cada segundo.
Que me disculpe mi viejo amor por considerar al nuevo
      el primero.
Perdonadme, guerras lejanas, por traer flores a casa.
Perdonadme, heridas abiertas, por pincharme en el dedo.
Que me disculpen los que claman desde el abismo el disco
      de un minué.
Que me disculpe la gente en las estaciones por el sueño
      a las cinco de la mañana.
Perdóname, esperanza acosada, por reírme a veces.
Perdonadme, desiertos, por no correr con una cuchara de agua.
Y tú, gavilán, hace años el mismo, en esta misma jaula,
inmóvil mirando fijamente el mismo punto siempre,
absuélveme, aunque fueras un ave disecada.
Que me disculpe el árbol talado por las cuatro patas de la mesa.
Que me disculpen las grandes preguntas por las pequeñas
      respuestas.
Verdad, no me prestes demasiada atención.
Solemnidad, sé magnánima conmigo.
Soporta, misterio de la existencia, que arranque hilos de tu cola.
No me acuses, alma, de poseerte pocas veces.
Que me perdone todo por no poder estar en todas partes.
Que me perdonen todos por no saber ser cada uno de ellos,
      cada una de ellas.
Sé que mientras viva nada me justifica
porque yo misma me lo impido.
Habla, no me tomes a mal que tome prestadas palabras patéticas
y que me esfuerce después para que parezcan ligeras.

1 comentario:

Chava dijo...

No es más que la vida, que no es ni buena ni mala, ni justa ni injusta... la vida que no es todos o nadie sino: algunos.

Si vas a ser supersticiosa, empieza a confiar en el azar de la vida. Que el cristianismo y la superstición no se llevan.