Conclusión nada original que
pensé mientras veía los glaciares en Calafate: viajar se trata, sobre todo, de
encontrar matices. Ninguna experiencia que me vaya a cambiar la vida, ninguna
reflexión que no se hubiera aparecido en otro momento/lugar, ningún sentido
pendiendo de la copa de un árbol en el Amazonas, ninguna respuesta escondida en
las arenas de qué playa. Simplemente viajar hasta acá, tan lejos, para darme
cuenta de que el hielo se ve azul, de que los tonos del azul cambian con la
luz, y de que son las sombras azuladas más hermosas que he visto en mi vida.
Vivir también se trata de
encontrar matices. La mía es una búsqueda que se conforma con minucias, aunque
siempre digo que más que minucias se trata de miniaturas (que por supuesto que
no, señores, no es lo mismo de ninguna forma). La belleza de las células y los
vasos sanguíneos. El pasmo de saber que todos esos colores viajan en nuestro
interior todos los días, sin descanso.
Y hoy me siento otra vez delante
de esta cosa desconocida, y después de un rato pienso que son otra vez matices,
tonalidades de las que no me había percatado, colores parecidos pero no tan
brillantes.
Esta cosa desconocida es la experiencia hasta hace poco felizmente ajena
de extrañar a alguien tan concretamente. ¿Ya se fijaron que estoy haciendo una
suerte de oxímoron juntando las evocaciones con lo concreto? Lo que yo extraño
es su olor, su risa, sus dientes blancos, su abrazo en las mañanas, su sonrisa
cada que abría la puerta de su casa para dejarme entrar, sus camisas de
franela, su mano cariñosa tallándome la espalda en la ducha, sus respuestas
entredormidas a mis soliloquios nocturnos, su trajinar en la cocina mientras yo
me sentaba a esperar a punta de quejas que se cociera cualquier cosa que
estuviera en la estufa.
No es la violencia del madrazo
del desamor. No es la angustia de las futuros presentes sin su compañía. No es
la desesperación del conocimiento de que algo hubo (después de todo) que yo pude
haber hecho para evitar esto.
Es en cambio la resignación, la
certeza de que no importa cuánto llore, cuánto diga, cuánto piense: la única
cosa que puedo hacer es convertirme en cauce y esperar. Es, sin embargo, la
tristeza más profunda (aunque no la más grande ni la más abrumadora) que he
sentido en mucho tiempo y que ahora entiendo, dolorosamente entiendo: una cosa
que te acompaña todo el tiempo de manera silenciosa, que es tan mía, tan interna,
tan fabricada con mi exclusiva materia prima de recuerdosmiedosproyecciones,
que sólo la dejo aparecerse un ratito cada noche para verla y guardarla otra
vez.
Hasta el día siguiente. Y luego
al otro y al otro y al otro.
Es el brillantísimo matiz de un
espejo que refleja algo perdido.
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