Terminé el libro de Sylvia Plath (the bell jar). Me
puse muy, muy triste. No es que sea tan ridícula como para pensar que ‘estoy
deprimida, déjenme leo a Sylvia y Pizarnik’, no. Según mi registro en Amazon,
compré el libro hace más de un año. Lo empecé hace más de un mes, un día que estaba
desayunando. Pensé que sería un libro divertido porque empieza todo en tono muy
jovial describiendo las aventuras de una chica de provincia en Nueva York.
No es una historia particularmente triste, pero creo
que es imposible leerla sin ponerse a hacer análisis metaliterarios y pensar en
la experiencia personal de Plath. Lo que más me conmovió fue que como autora decidió
rescatar al personaje, fabricarle una salvadora, meterlo en un hospital psiquiátrico,
encontrarle terapia adecuada, cerrar la novela con la posibilidad de una vida
nueva, limpia. Pensar en el contrastante desenlace de Sylvia Plath me hizo
estar llorando toda una tarde y toda la mañana siguiente.
Estoy oficialmente en el cuarto episodio depresivo
de mi vida. Hasta el momento parece que
es apenas lo suficientemente grave como para movilizarme en busca de ayuda
profesional, pero no tan grave como para nada más. Es más,
ha sucedido incluso que por momentos piense que ‘falsa alarma’, pero luego la
mañana siguiente eso se desmiente y seguimos en lo dicho.
Reminiscencias del cristianismo: pienso que es un
castigo. Debe tratarse de un castigo por dudar, por ser deshonesta, por creerme
autónoma, por soberbia. Sobre todo por soberbia. Todos los depresivos del mundo
estamos pagando por nuestras pretensiones de autonomía. Así que tenemos que
llorar, y necesitar a los demás, y pedir ayuda. ¿Y sabes por qué, tu N. que te
crees tan lista? Porque no puedes con la vida. Qué risible.
Reminiscencias del cristianismo: pienso que el dolor
va a purificarme de alguna manera, que algo voy a encontrar ahí.
Hace rato releí esta crónica de hace casi siete años. Me
siento profundamente desanimada por no haber aprendido a reaccionar de otra
manera en tanto tiempo. Oigan, amigos, me urge que me cuenten finales felices.
***
CRÓNICA DE UN DÍA CON
FRÍO (25 de noviembre de 2006)
Mi
día inició exactamente a las 12 am, hora en la que estaba llegando a mi casa.
Con frío, porque no traía chaqueta. Y por una plática que me dejó
confundida, desalentada... Por fortuna, existe el Internet. Y están
ellos, que me escuchan - leen, hacen reír, distraen hasta que son las 2 am
y siento sueño. Eso es buena señal, pienso. Apago la computadora, voy a mi
cuarto y trato de descansar. Pero el sueño no llega. Estoy ansiosa, hay un
recuerdo que se repite y se repite y se repite. Y es tonto, porque es
sobre algo insignificante, pero que me lastimó mucho (un gesto, una palabra,
una expresión, algo tal vez involuntario de otra persona…). Así, son las
3:30 am y el sueño no llega. Las pastillas para dormir a mi lado son
demasiado tentadoras. Me tomo una. Me quedo dormida. Pero me despierto
como a las 6, con pesadillas, es una pesadilla que tiene su obvia explicación,
sueño que voy caminando con alguien tomada de la mano y que de pronto ese
alguien me suelta, y veo mi mano sola y como si tuviera personalidad propia, la
veo sola y confundida y a lo lejos muchas manos moviéndose, juntas ellas y la
mía sola. Es todo mi sueño, las manos y después mi mano y después angustia. Me
despierto. Tomo agua. Me vuelvo a dormir. Me vuelvo a despertar como
a las 9 de la mañana, otra vez por una pesadilla. Esta vez son unos sapos
enormes de colores que están al lado de mi cama. Después son lagartijas. Y
después unas iguanas inmensas, como dragones chiquitos. Yo trato de gritarle a
mi mamá, pero no responde. Los pequeños dragoncitos se meten debajo de mi cama. Me
despierto y me doy cuenta de que estoy llorando.
Me quedo acostada mucho rato,
pensando. No tengo ganas de levantarme, ni de ir a la escuela, ni de moverme
siquiera. Las lágrimas brotan solas, casi sin que me dé cuenta. Entonces
recuerdo los miles de consejos que he recibido y que me he dado. Hago un enorme
esfuerzo físico y emocional por levantarme, darme un baño, salir corriendo de
mi casa. Tengo que ir
al banco, ése es un buen pretexto. Voy preparada para horas de fila pero en
menos de cinco minutos mi asunto está terminado. No puedo regresar a mi casa. Tengo frío. Recuerdo que
ni siquiera desayuné, así que me compro un café muy caliente y me siento en una
banca de la plaza de armas. No tengo ni
idea de qué hora puede ser, pero lo infiero cuando veo a muchos estudiantes
uniformados pasar por ahí, amas de casa apuradas con bolsas de comida,
burócratas comprando refrescos. Son las dos de la tarde. Veo las
palomas volar en círculos un largo rato. Recuerdo una
escena que me encanta de la película “El Amanecer de un Sueño”, la niña,
Beauty, le pregunta a su mamá con toda la seriedad y la inocencia del mundo
“mamá, por qué no soy un pájaro?”. Después, inevitablemente recuerdo el verso
que dice “quién me diera alas como de paloma?, volaría yo lejos y
descansaría…”. Por qué no
puedo volar lejos y descansar? Hace unos
meses (tan sólo seis, pero ahora me parecen muchísimos) escribí un post en el
que estaba emocionada por estar “en el lugar en donde quiero estar, haciendo lo
que quiero hacer, y con quienes quiero estar…”. Pues hoy es
todo lo contrario. Estoy justo donde no quiero estar. De pronto las
cosas no se ajustan en ningún lado, ni en mi casa, ni en la escuela, ni en el
trabajo, ni en mis relaciones personales. No se ajustan, no fluyen hacia un
lugar tranquilo. Y no tengo ni
idea de cómo solucionarlo.
En mis cavilaciones encuentro
una pista importante. Hace mucho que
no hago algo con pasión. Eso me pone
mal. Estudiar algo que no me entusiasma, hacer un trabajo sólo
por dinero y porque todavía no se vence el contrato, estar por estar, estudiar
por estudiar. Pero no
siempre ha sido así, pienso. Y recuerdo los
últimos cuatro años (que es el tiempo que ha transcurrido entre mi última súper
crisis existencial y ésta). Ese crecer, y
descubrirme. Recuerdo mis
exilios voluntarios en la infoteca. Redescubrir mi pasión por leer. El tiempo
que pasaba sin que me diera cuenta. Gûnter Grass y
Mi Siglo y Eric Hobsbawm y mi pasión por la historia. Debo
recuperar eso, la pasión. Tomo nota
mentalmente de pasos prácticos. Decidir sobre mi posgrado, leer más, clavarme
en la única investigación que me interesa en este momento (sobre historias de
vida de las migrantes centroamericanas).
Me siento tranquila y
reconfortada después de que esos recuerdos me han llevado a esos pasos. Es cuestión de
tiempo y disciplina, pienso. Y sonrío.
Estoy tranquila, mucho más
tranquila. Pero algo adentro me sigue doliendo. Sigo teniendo frío. Llego a mi
casa, como un poco. Entonces nos
quedamos solas ella y yo. Ella me conoce
desde que nací. Es mi mamá. Puedo hablarle. Lo intento,
intento desahogarme y empiezo a decirle que “es que últimamente siento que las
cosas no van bien….”. No, no podemos
comunicarnos. Ella tiene sus
convicciones, su manera de concebir el mundo. Mil cosas nos separan. Me voy a la
escuela enojada, este intento no exitoso de conversación me ha dejado aún más
mal.
Estoy a pocas cuadras de la Facultad,
pero siento algo atorado entre la garganta y el pecho. No puedo ir a
clase así. Me siento otra
vez en una banca. Las ganas de
llorar son inaguantables. No sólo de llorar, de hablar, de quebrarme. Pero me
da miedo hacerlo sola, así que busco un lugar seguro. Tal vez unos
brazos, tal vez una voz. Termino
marcando un número de celular. Después de todo, sé que él no va a
escandalizarse cuando me oiga así de mal (creo que ya me ha visto peor un par
de veces…), sé que no va a tratar de animarme con frases trilladas. Si, es un
lugar seguro. Le marco y me
contesta que “nos vemos mañana o pasado, ahora voy justo de salida. No te
pongas mal…” Contesto que claro, que entiendo. Adios. Vuelve a marcarme sólo
para “asegurarse de que no estoy tan mal”. Pero igual no
puede venir, hay cosas urgentes, inaplazables, planeadas de antemano, que no
puede dejar de hacer. Entiendo, claro. Entiendo.
Entiendo. No puedo quebrarme.
Entonces, ahora que sé que nadie
vendrá en la próxima hora, escucho música a todo volumen y contemplo largo rato
las hojas de los árboles. Pasa mucha
gente, y novios, y carros, y señoras con bolsas de mandado, y gente paseando a
sus perros. Y de pronto esa rutina de los demás, ese anonimato mío, me hace
sentir en paz. Aquí estamos
todos, con nuestras tragedias y alegrías cotidianas. Ahí está el
mundo, y la noche que sigue al día, y el otoño que sigue al verano. Y eso no va a
cambiar. Esté yo, o no esté. Esté feliz o
triste, eso permanece. No somos nada.
No soy nada.
Son casi las seis. Hora de mi
examen. Lo presento, creo que me irá bien. Regreso a mi casa y estoy tranquila. Aunque aún con
frío. Tal vez es sólo que no son mis mejores días.
2 comentarios:
Mañana veré a una chica a la que quiero muchísimo, y que no la veo desde el 2007 y que nos distanciamos por razones que parecían incuestionables entonces.. y que ahora pued que sigan siendo incuestionables... pero mañana la veré... porque algunas veces le escribí que la extrañaba, auque sabái que ella no me iba responder... pero luego lo hizo... y mañana la veré... y aunque aún no se que pasará... eso es un final feliz para mi. Muy feliz.
Me gusta mucho tu blog por varias razones, una de ellas es porque me identifico con cosas que dices.
Y ahora me identifico mucho mucho con algo que dices, creo que, como tú, siempre estoy midiendo qué tan grave estará mi depresión, siempre me estoy cuestionando y pensando que ni siquiera merezco ir al psicólogo/psiquiatra "porque hay gente que sufre más que yo", pero creo que no debemos estar cuestionándonos tanto, ni esperar a tener el cuerpo lleno de erupciones cuando podemos ir desde que la piel se nos pone roja.
Ánimo Nats, ya vendrán días buenos.
The Bell Jar me hizo llorar también y sí, es un libro triste.
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