Pretoria ha sido, entre muchas otras cosas, el
lugar en el que me hice adicta a los audiolibros. No me molesta pasar tanto
tiempo sola, pero a veces necesito llenar esos espacios con cosas que hagan
todo más llevadero: las largas horas empleadas en el trabajo doméstico y de
cuidados, por ejemplo, son menos tediosas si mientras tanto puedo escuchar un
cuento o una crónica. Es un síntoma de la época, estos días en que los tiempos
están confusos y sobrepuestos. Pero además de los horrores que eso ha traído en
la sociedad, también deberíamos hablar de las posibilidades súper bonitas que
nos ha abierto: 30 minutos cortando verduras se traducen en un cuento, o un
capítulo, o un poema, y está chingón lo que esas dos interacciones y
actividades producen. O, por lo menos, lo que producen en mí.
Por ahora estoy escuchando el último libro de
Harry Potter. Ya sé que no es la gran literatura, pero me gusta la historia, me
gusta cómo está contada, y son súper útiles para practicar mi inglés y
distraerme cuando cocino o trapeo. Los audiolibros de HP han sido grandes
aliados en esos momentos en los que no tengo ganas de nada. Siento como si
fuera tomarte un café con la tía que te cae bien: ya sabes de qué se trata,
pero eso no quiere decir que la ligereza de la conversación y las bromas sean
menos disfrutables.
Así que más o menos con ese mood de ‘ya sé qué
me vas a decir, pero está chido’, me la he pasado combinando la fantasía con el
nada fantástico trabajo de cuidar el espacio en el que vivo. Con la rutinaria
actividad de limpiar el piso cada vez, y de sacar cosas del refri cada día, y
de prepararme un menú que con mayor o menor fortuna combine lo saludable con lo
que no sepa tan mal, y que además se adapte a mis bajísimos niveles de destreza
en la cocina.
Pero hoy, cuando lavaba los trastes, me
encontré con un pasaje que me conmovió muchísimo. Será por la soledad, será por
los hormonas, será porque hace 10 años que lo leí no tenía las herramientas para
entenderlo. Es el segundo capítulo del tomo 7, cuando Harry tiene que
despedirse de sus tíos Vernom y Petunia, y de su primo Dudley. La familia con
quien por 16 años vivió, siendo tratado como un estorbo, una carga. No van a
volver a verse nunca, y ambos lo saben. El momento del adiós, sin embargo, es
melancólico e incómodo, con muchas palabras no dichas, con algo entre el alivio
por haber llegado al final, y la tristeza por lo que pudo ser si tan sólo no
fuéramos nosotros los que estamos escribiendo esto. Y al final Harry ve a estas
personas, que han sido el primer espacio en el que conoció el desamor, y no es
capaz de decir nada. Aquí no le sirven sus conjuros, ni su varita, ni hay magia
capaz de transformar esta historia. Así que sólo cierra la puerta, buena suerte
y hasta luego.
***
Hace 10 años yo no sabía lo que era tener
enemigxs. Por supuesto, pasé por la adolescencia, y fui una adolescente
bastante promedio que tenía ciertas rivalidades con amigas y no amigas. Fulanita, que anda con el Sotanito que me
gusta, es increíblemente tonta y me cae mal. Yo le gusto a Menganito y por eso
Sulanita me mandó un mensaje diciendo que soy una puta. Puras enemistades
pueriles que en el fondo trataban de imitar el guión de ‘Amigas y Rivales’, o
de ‘Soñadoras’, o la telenovela en turno. En la que, por supuesto, las mujeres
teníamos que ser justamente rivales, y hacernos desplantes con mayor o menor
elegancia, y etc.
Después de eso hubo un montón de gente que no
me cayó bien, y a la que yo no le caí bien, y limitamos estos disgustos a
cruzar la calle, no cruzar palabra, no interferir en la trayectoria del otro/a.
Hasta que llegó el 2015, y a mis 30 años supe
lo que se sentía tener enemigas más allá del drama televisivo. Supe lo que era
tener miedo de alguien, y resultó que era alguien que tenía poder sobre mí, así
que supe, por primera vez, lo que se sentía que me sudaran las manos y se me
secara la boca cada que veía venir las señales de otro ataque. Supe que en la oficina de al lado había un
grupo de personas riéndose porque me vieron llorar en el baño. Supe que en las
cervezas del viernes el tema de conversación fue cómo hacerme sentir tan
asustada que, aparentemente, no me iba a quedar más remedio que irme de ahí por
mi propio pie. Supe lo que se siente eso de que te ‘levanten falsos’, y el
juicio menos imparcial y más cruel en el que he estado en mi vida, con ella
sentada enfrente de mí acusándome de cosas que jamás hice (ni haría), viéndome
a los ojos convencida de que todo se valía para darme una lección a mí, la N. a
la que ‘alguien’ tenía que enseñarle que no, que no era tan inteligente, que no
era tan feminista, que no era tan buena persona, que no valía tanto la pena.
Y, por supuesto, supe ser una enemiga. Supe lo
que se siente el odio. Supe mis deseos y fantasías de que algo malo le pasara.
Supe que el día que P llegó llorando porque su gatito estaba enfermo yo
me metí a la oficina de buen humor, y pensé que ojalá que se muriera. Y cuando
la vi comiendo pepinos porque estaba a dieta, yo bajé por un café riéndome y
diciendo que pobre morra, ojalá toda la vida tenga que vivir con sus kilos y su
vergüenza.
***
La última vez que la vi fue en la fiesta de fin
de año. No debí de ir, pero estaba un poco obsesionada con no dejarlas ganar (pero qué tonta, pienso hoy). Nos ignoramos
durante toda la noche. Yo fingí pasármela súper bien, bailé horas seguidas,
brindé con todomundo. Al final me la encontré en el estacionamiento, yo estaba
esperando mi Uber, ella iba caminando sola a su camioneta, aparentemente a
sacar un abrigo de la cajuela. Me vio, y sólo me dijo ‘buenas noches’. Pensé en
todos los discursos que por meses había estado practicando, todo lo que querría
decirle, preguntarle, todas los por qués y los chingatumadre que había pensado
que se merecía. Y al final no pude decirle nada porque, igual que Harry Potter,
entendí que no había nada qué decir. Que no había nada más que la tristeza y la
sentencia fatídica, para ambas, de que ‘lo que hagas será para siempre lo que
hiciste’. Buena suerte y hasta luego.