lunes, 20 de mayo de 2013

Terminé el libro de Sylvia Plath (the bell jar). Me puse muy, muy triste. No es que sea tan ridícula como para pensar que ‘estoy deprimida, déjenme leo a Sylvia y Pizarnik’, no. Según mi registro en Amazon, compré el libro hace más de un año. Lo empecé hace más de un mes, un día que estaba desayunando. Pensé que sería un libro divertido porque empieza todo en tono muy jovial describiendo las aventuras de una chica de provincia en Nueva York.
No es una historia particularmente triste, pero creo que es imposible leerla sin ponerse a hacer análisis metaliterarios y pensar en la experiencia personal de Plath. Lo que más me conmovió fue que como autora decidió rescatar al personaje, fabricarle una salvadora, meterlo en un hospital psiquiátrico, encontrarle terapia adecuada, cerrar la novela con la posibilidad de una vida nueva, limpia. Pensar en el contrastante desenlace de Sylvia Plath me hizo estar llorando toda una tarde y toda la mañana siguiente.
Estoy oficialmente en el cuarto episodio depresivo de mi vida.  Hasta el momento parece que es apenas lo suficientemente grave como para movilizarme en busca de ayuda profesional, pero no tan grave como para nada más.  Es más, ha sucedido incluso que por momentos piense que ‘falsa alarma’, pero luego la mañana siguiente eso se desmiente y seguimos en lo dicho.
Reminiscencias del cristianismo: pienso que es un castigo. Debe tratarse de un castigo por dudar, por ser deshonesta, por creerme autónoma, por soberbia. Sobre todo por soberbia. Todos los depresivos del mundo estamos pagando por nuestras pretensiones de autonomía. Así que tenemos que llorar, y necesitar a los demás, y pedir ayuda. ¿Y sabes por qué, tu N. que te crees tan lista? Porque no puedes con la vida. Qué risible.
Reminiscencias del cristianismo: pienso que el dolor va a purificarme de alguna manera, que algo voy a encontrar ahí.

Hace rato releí esta crónica de hace casi siete años. Me siento profundamente desanimada por no haber aprendido a reaccionar de otra manera en tanto tiempo. Oigan, amigos, me urge que me cuenten finales felices.

***
CRÓNICA DE UN DÍA CON FRÍO (25 de noviembre de 2006)
Mi día inició exactamente a las 12 am, hora en la que estaba llegando a mi casa. Con frío, porque no traía chaqueta. Y por una plática que me dejó confundida, desalentada... Por fortuna, existe el Internet. Y están ellos, que me escuchan - leen, hacen reír, distraen hasta que son las 2 am y siento sueño. Eso es buena señal, pienso. Apago la computadora, voy a mi cuarto y trato de descansar. Pero el sueño no llega. Estoy ansiosa, hay un recuerdo que se repite y se repite y se repite. Y es tonto, porque es sobre algo insignificante, pero que me lastimó mucho (un gesto, una palabra, una expresión, algo tal vez involuntario de otra persona…). Así, son las 3:30 am y el sueño no llega. Las pastillas para dormir a mi lado son demasiado tentadoras. Me tomo una. Me quedo dormida. Pero me despierto como a las 6, con pesadillas, es una pesadilla que tiene su obvia explicación, sueño que voy caminando con alguien tomada de la mano y que de pronto ese alguien me suelta, y veo mi mano sola y como si tuviera personalidad propia, la veo sola y confundida y a lo lejos muchas manos moviéndose, juntas ellas y la mía sola. Es todo mi sueño, las manos y después mi mano y después angustia. Me despierto. Tomo agua. Me vuelvo a dormir. Me vuelvo a despertar como a las 9 de la mañana, otra vez por una pesadilla. Esta vez son unos sapos enormes de colores que están al lado de mi cama. Después son lagartijas. Y después unas iguanas inmensas, como dragones chiquitos. Yo trato de gritarle a mi mamá, pero no responde. Los pequeños dragoncitos se meten debajo de mi cama. Me despierto y me doy cuenta de que estoy llorando.
Me quedo acostada mucho rato, pensando. No tengo ganas de levantarme, ni de ir a la escuela, ni de moverme siquiera. Las lágrimas brotan solas, casi sin que me dé cuenta. Entonces recuerdo los miles de consejos que he recibido y que me he dado. Hago un enorme esfuerzo físico y emocional por levantarme, darme un baño, salir corriendo de mi casa. Tengo que ir al banco, ése es un buen pretexto. Voy preparada para horas de fila pero en menos de cinco minutos mi asunto está terminado. No puedo regresar a mi casa. Tengo frío. Recuerdo que ni siquiera desayuné, así que me compro un café muy caliente y me siento en una banca de la plaza de armas. No tengo ni idea de qué hora puede ser, pero lo infiero cuando veo a muchos estudiantes uniformados pasar por ahí, amas de casa apuradas con bolsas de comida, burócratas comprando refrescos. Son las dos de la tarde. Veo las palomas volar en círculos un largo rato. Recuerdo una escena que me encanta de la película “El Amanecer de un Sueño”, la niña, Beauty, le pregunta a su mamá con toda la seriedad y la inocencia del mundo “mamá, por qué no soy un pájaro?”. Después, inevitablemente recuerdo el verso que dice “quién me diera alas como de paloma?, volaría yo lejos y descansaría…”. Por qué no puedo volar lejos y descansar? Hace unos meses (tan sólo seis, pero ahora me parecen muchísimos) escribí un post en el que estaba emocionada por estar “en el lugar en donde quiero estar, haciendo lo que quiero hacer, y con quienes quiero estar…”. Pues hoy es todo lo contrario. Estoy justo donde no quiero estar. De pronto las cosas no se ajustan en ningún lado, ni en mi casa, ni en la escuela, ni en el trabajo, ni en mis relaciones personales. No se ajustan, no fluyen hacia un lugar tranquilo. Y no tengo ni idea de cómo solucionarlo.
En mis cavilaciones encuentro una pista importante. Hace mucho que no hago algo con pasión. Eso me pone mal. Estudiar algo que no me entusiasma, hacer un trabajo sólo por dinero y porque todavía no se vence el contrato, estar por estar, estudiar por estudiar. Pero no siempre ha sido así, pienso. Y recuerdo los últimos cuatro años (que es el tiempo que ha transcurrido entre mi última súper crisis existencial y ésta). Ese crecer, y descubrirme.  Recuerdo mis exilios voluntarios en la infoteca. Redescubrir mi pasión por leer. El tiempo que pasaba sin que me diera cuenta. Gûnter Grass y Mi Siglo y Eric Hobsbawm y mi pasión por la historia.  Debo recuperar eso, la pasión. Tomo nota mentalmente de pasos prácticos. Decidir sobre mi posgrado, leer más, clavarme en la única investigación que me interesa en este momento (sobre historias de vida de las migrantes centroamericanas).
Me siento tranquila y reconfortada después de que esos recuerdos me han llevado a esos pasos. Es cuestión de tiempo y disciplina, pienso. Y sonrío.
Estoy tranquila, mucho más tranquila. Pero algo adentro me sigue doliendo. Sigo teniendo frío. Llego a mi casa, como un poco. Entonces nos quedamos solas ella y yo. Ella me conoce desde que nací. Es mi mamá. Puedo hablarle. Lo intento, intento desahogarme y empiezo a decirle que “es que últimamente siento que las cosas no van bien….”. No, no podemos comunicarnos. Ella tiene sus convicciones, su manera de concebir el mundo. Mil cosas nos separan. Me voy a la escuela enojada, este intento no exitoso de conversación me ha dejado aún más mal.
Estoy a pocas cuadras de la Facultad, pero siento algo atorado entre la garganta y el pecho. No puedo ir a clase así. Me siento otra vez en una banca. Las ganas de llorar son inaguantables. No sólo de llorar, de hablar, de quebrarme. Pero me da miedo hacerlo sola, así que busco un lugar seguro. Tal vez unos brazos, tal vez una voz. Termino marcando un número de celular. Después de todo, sé que él no va a escandalizarse cuando me oiga así de mal (creo que ya me ha visto peor un par de veces…), sé que no va a tratar de animarme con frases trilladas. Si, es un lugar seguro. Le marco y me contesta que “nos vemos mañana o pasado, ahora voy justo de salida. No te pongas mal…” Contesto que claro, que entiendo. Adios. Vuelve a marcarme sólo para “asegurarse de que no estoy tan mal”. Pero igual no puede venir, hay cosas urgentes, inaplazables, planeadas de antemano, que no puede dejar de hacer. Entiendo, claro. Entiendo. Entiendo. No puedo quebrarme.
Entonces, ahora que sé que nadie vendrá en la próxima hora, escucho música a todo volumen y contemplo largo rato las hojas de los árboles. Pasa mucha gente, y novios, y carros, y señoras con bolsas de mandado, y gente paseando a sus perros. Y de pronto esa rutina de los demás, ese anonimato mío, me hace sentir en paz. Aquí estamos todos, con nuestras tragedias y alegrías cotidianas. Ahí está el mundo, y la noche que sigue al día, y el otoño que sigue al verano. Y eso no va a cambiar. Esté yo, o no esté. Esté feliz o triste, eso permanece. No somos nada. No soy nada.
Son casi las seis. Hora de mi examen. Lo presento, creo que me irá bien. Regreso a mi casa y estoy tranquila. Aunque aún con frío. Tal vez es sólo que no son mis mejores días.